lunes, 6 de mayo de 2013
Las fronteras del cielo
Estos hombres de genio nacional, cuyo pecho anda, como el de la serpiente, siempre pegado a la tierra, si se introducen en el paraíso de una comunidad eclesiástica, o en el cielo de una religión, hacen en ellas lo que la antigua serpiente en el otro paraíso, lo que Luzbel en el cielo: introducir sediciones, desobediencias, cismas, batallas. Ningún fuego tan violento asuela el edificio en cuyos materiales ha prendido, como la llama de la pasión nacional la casa de Dios, en cebándose en las piedras del santuario.
El mérito le atropella, la razón gime, la ira tumultúa, la indignidad se exalta, la ambición reina. Los corazones que debieran estar dulcemente unidos con el vínculo de la caridad fraternal, míseramente despedazado aquel sacro lazo, no respiran sino venganzas y enconos. Las bocas donde sólo habían de sonar las divinas alabanzas, no articulan sino amenazas y quejas (...) el templo o el claustro sirven de campaña a una civil guerra política. ¡Ay del vencido! ¡Ay del vencedor! Aquél perdiendo la batalla, pierde también la paciencia; éste, ganando el triunfo, se pierde a sí mismo.
En ningunas palabras de la Sagrada Escritura se dibujan más vivamente las vocaciones de una alma a la vida religiosa que en aquellas del salmo 44: «Oye, hija, y mira, inclina tu oído, y olvida tu pueblo y la casa de tu padre.» jOh, cuánto desdice de su vocación el que, bien lejos de olvidar la casa de su padre y su propio pueblo, tiene en su corazón y memoria, no sólo casa y pueblo, mas aún toda la provincia!
Benito Jeronimo Feijoo. Teatro Crítico
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