"El arte que trasciende, que ayuda a ver y encontrar al otro, que es expresión de la tradición y de la renovación de la fe y de belleza". Benedicto XVI

domingo, 15 de marzo de 2020

La Fe en años de la peste



El número de los afectados era sorprendente; a veces, incluso, aplastante. Aquellos a los que el valor había sostenido hasta entonces se sintieron desmayar. En medio de aquella terrible aflicción, en momentos en que la situación de Londres era verdaderamente desastrosa, Dios quiso desarmar a su enemigo mediante la inmediata intervención de su Mano. El veneno fue extraído de la mordedura. ¡Oh, maravilla! ¡Hasta los médicos se sintieron sorprendidos! Fueran adonde fueren, encontraban mejorados a sus enfermos, o porque habían transpirado, o porque los tumores habían reventado, o porque los abscesos habían desaparecido, o porque la inflamación periférica había cambiado de color; la fiebre había disminuido, o el violento dolor de cabeza se había calmado, o había cualquier otro buen síntoma. Al cabo de unos pocos días, todo el mundo volvía a ponerse en pie. Familias enteras que habían estado infectadas y, en lo peor del mal, rodeadas de sacerdotes que rezaban por ellas, esperando a cada minuto la muerte, se veían de pronto ganas, otra vez restablecidas, sin que ninguno de sus miembros muriera.

No era el efecto de una medicina recientemente hallada, ni el descubrimiento de una nueva cura, ni el resultado de una experiencia operatoria obtenida por los médicos Era, evidentemente, un efecto de la Mano invisible de Aquel que trabaja en secreto y que primeramente habían desencadenado la enfermedad sobre nosotros como un juicio. Que los ateos consideren mis asertos como mejor les parezca, no soy un iluminado, y en ese momento todo el mundo lo reconoció. El mal había perdido su fuerza; su malignidad se había agotado. Que esto provenga de donde quiera, que los filósofos procuren explicarlo con razones naturales y trabajasen cuanto deseen por disminuir la deuda que han contraído con el Creador, el hecho es que los médicos, que no tienen el menor rasgo de espíritu religioso, se vieron obligados a admitir que era algo sobrenatural y extraordinario que no se podía explicar.

Si tratara estos hechos como una visible incitación al reconocimiento, cuando vivíamos en el terror de ver que el mal empeorara, algunos pensarían quizás, ahora que ya las cosas no se sienten del mismo modo, que sólo por religiosa y oficiosa hipocresía predico un sermón en lugar de escribir la historia, y me graduarían de instructor en vez de observador. Esto me impide continuar por este camino, como de otra manera lo habría hecho. Pero si diez leprosos fueran sanados y uno solo regresara para dar gracias, yo querría ser ese leproso y testimoniar mi personal reconocimiento.

Daniel Defoe. Diario del año de la peste

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