Aquí es importante subrayar que se trata de obediencia y que
es precisamente la obediencia la que da la libertad. El tiempo
moderno ha hablado de la liberación del hombre, de su plena
autonomía; por tanto, también de la liberación de la obediencia de
Dios. La obediencia debería dejar de existir; el hombre es libre, es
autónomo: nada más. Pero esta autonomía es una mentira: es una
mentira ontológica, porque el hombre no existe por sí mismo y para
sí mismo, y también es una mentira política y práctica, porque es
necesaria la colaboración, compartir la libertad. Y, si Dios no existe,
si Dios no es una instancia accesible al hombre, sólo queda como
instancia suprema el consenso de la mayoría. Por consiguiente, el
consenso de la mayoría se convierte en la última palabra a la que
debemos obedecer. Y este consenso -lo sabemos por la historia del
siglo pasado- puede ser también un consenso en el mal
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