Viene entonces donde los discípulos y los encuentra
dormidos; y dice a Pedro: «¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?
(Mateo 26:40)
La indiferencia del mundo, frente a los televisores, medio
adormecidos, como los apóstoles con el Cristo que ora, vemos a nuestro prójimo tras la pantalla,
nos indignamos, retuiteamos, compartimos el comentario, sin que podamos
acompañarle más de un momento antes de volver al sopor del confort.
En el fondo de ese cáliz amargo, imágenes de niños gaseados,
de cuerpos flotando en el mediterráneo o destrozados bajo los escombros de un
bombardeo, la propia violencia que nos rodea, la mujer apuñalada, el feto destrozado
en un lugar aséptico, la miseria del que
busca entre cubos de basura, la del que duerme en un cajero, el dolor de los
hospitales, la soledad de los ancianos, los abismos de una sociedad que
sorteamos cambiando de canal.
Y ¿nuestras manos? ¿Sólo sirven ya para hacer zapping? ¿No
son acaso, como dijo Santa Teresa, las manos de Dios sino las nuestras?
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