Él se apretó el cinturón hasta que le ciñó estrechamente.
Su armazón desnuda de huesos crujió. En el costado la herida.
Tosió baba sangrienta. Flameó sobre su martirizado cabello.
Una corona de espinas de luz. Y los perros siempre curiosos.
Los discípulos husmeaban en torno. Golpeó como un gong su pecho.
Por segunda vez largamente dispararon gotas de sangre,
Y entonces vino el milagro. El cielo raso del cielo
Se abrió color limón. Un vendaval aulló en las altas trompetas.
Él, sin embargo, ascendió. Metro tras metro en el hueco
Espacio. Los getas palidecieron en profundísimo asombro.
De abajo sólo veían las plantas de sus pies sudorosas.
Wilhelm Klemm