Ciego vagaba en el triste desierto
Mi espíritu sediento padeció,
un alado ángel, de pronto,
en una encrucijada apareció.
Con leves dedos como sueño
mis párpados tocó.
Se abrieron proféticos mis ojos
Ojos de un águila en peligro.
Rozó mis oídos,
de clamores se llenaron, de sonidos:
Oí las vibraciones del cielo
sus angelicales vuelos
el discurrir de los peces bajo el mar
Y el crecer silencioso de la vid.
Me apartó los labios, me arrancó la lengua
Maliciosa, locuaz y pecadora.
Con mano ensangrentada
Puso entre mis labios yertos
bífida lengua llena de sabiduría.
Abrió mi pecho con su espada,
Arrancó mi palpitante corazón
Y un ascua ardiente en la herida me incrustó.
Exánime yacía sobre el desierto
Cuando la voz de Dios me despertó:
“Levántate, Profeta, abre tus ojos, tus oídos,
Y a través del mar y de la Tierra, de los pueblos
Tu verbo abrase el corazón”.
Alexander Pushkin. El profeta
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